El amigo fiel.
Una mañana, la vieja Rata de Agua sacó la cabeza
fuera de su madriguera. Tenía los ojos claros, parecidos a dos gotas
brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una cola larga, que parecía una
larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el estanque, como si fueran
una bandada de canarios amarillos, y su madre, que tenía el plumaje blanquísimo
y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles a mantener la cabeza bajo el
agua.
-Nunca podréis codearos con la alta sociedad, a
menos que aprendáis a manteneros bajo el agua -les repetía machaconamente,
mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía.
Pero los patitos no prestaban atención; eran tan
pequeños que no entendían las ventajas de pertenecer a la sociedad.
-¡Qué chiquillos más desobedientes! -gritó la vieja
Rata de Agua-. Realmente merecen ser ahogados.
-¡Qué cosas dice usted! -respondió la Pata-. Nadie
nace enseñado y a los padres no nos queda más remedio que tener paciencia.
-¡Ay! No sé nada de los sentimientos de los padres
-dijo la Rata de Agua-. No soy madre de familia; en realidad nunca me he
casado, ni tengo intención de hacerlo. El amor está bien, dentro de lo que
cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más elevado. La verdad es que no
creo que haya nada en el mundo más noble ni más raro que una amistad verdadera.
-Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son, a su
juicio, los deberes de un amigo fiel? -le preguntó un Pinzón Verde, que estaba
posado encima de un sauce llorón muy cerca de allí, y que había oído la
conversación.
-Sí, eso es justamente lo que yo quisiera saber
-dijo la Pata mientras se alejaba nadando hasta la otra orilla del
estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar buen ejemplo a sus
pequeños.
-¡Qué pregunta más tonta! -exclamó la Rata de
Agua-. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es fiel, es porque me es fiel a
mí.
-¿Y usted qué haría a cambio? -preguntó el
pajarillo, que se columpiaba sobre una rama plateada batiendo sus diminutas
alas.
-No te entiendo -le contestó la Rata de Agua.
-Deje que te cuente un cuento sobre eso -dijo el
Pnzón.
-¿Es un cuento sobre mí? -preguntó la Rata de Agua-
Porque, si lo es, estoy dispuesta a escucharlo. Me encantan los cuentos.
-Se le podría aplicar -contestó el Pinzón.
Y bajó volando del árbol y, posándose a la orilla
del estanque, empezó a contar el cuento del Amigo Fiel.
-Erase una vez -comenzó a decir el Pinzón- un
honrado muchacho, que se llamaba Hans.
-¿Era muy distinguido? -preguntó la Rata de Agua.
-No -contestó el Pinzón-. No creo que lo fuera,
excepto por su buen corazón y su carilla redonda y simpática. Vivía solo, en
una casa pequeñita y todo el día lo pasaba cuidando del jardín. No había jardín
más bonito que el suyo en los alrededores: en él crecían minutisas y alhelíes,
y pan y quesillo y campanillas blancas. Había rosas de Damasco y rosas
amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas moradas y blancas. La aguileña
y la cardamina, la mejorana y la albahaca silvestre, la primavera y la flor de
lis, el narciso y la clavellina brotaban y florecían unas tras otras, según
pasaban los meses, de tal modo que siempre había cosas hermosas para la vista y
exquisitos perfumes para el olfato.
El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero el
más fiel de todos era el grandote Hugo el Molinero. Tan leal le era el ricachón
Hugo al pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin inclinarse por
encima de la tapia para arrancar un ramillete de flores, o un puñado de hierbas
aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y cerezas, si estaban
maduras.
-Los amigos verdaderos deberían compartir todas las
cosas -solía decir el Molinero.
Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy orgulloso de
tener un amigo con tan nobles ideas.
Aunque la verdad es que, a veces, a los vecinos les
extrañaba que el rico Molinero nunca diera al pequeño Hans nada a cambio, a
pesar de que tenía cien sacos de harina almacenados en el molino y seis vacas
lecheras y un gran rebaño de ovejas de lana. Pero a Hans nunca se le pasaban
por la cabeza estos pensamientos y nada le daba tanta satisfacción como
escuchar las maravillosas cosas que el Molinero solía decir sobre la falta de
egoísmo y la verdadera amistad.
El pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la
primavera, el verano y el otoño era muy feliz; pero llegaba el invierno y se
encontraba con que no tenía ni fruta, ni flores que llevar al mercado, y sufría
mucho por el frío y por el hambre. En ocasiones tenía que irse a la cama sin
más cena que unas cuantas peras secas o algunas nueces duras. Y además, en
invierno, estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a visitarlo.
-No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans
mientras haya nieve -decía el Molinero a su mujer-. Porque, cuando la gente
tiene problemas, es preferible dejarla sola y no molestarla con visitas. Por lo
menos, ésta es la idea que yo tengo de la amistad, y estoy convencido de que es
lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue la primavera y después le haré
una visita y podrá darme una cesta llena de prímulas, y con ello será feliz.
-Eres muy considerado con todo el mundo -le decía
su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-, muy
considerado. Da gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que ni un
sacerdote diría las cosas tan bien como tú, y eso que vive en una casa de tres
plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique.
-¿Pero no podríamos invitar al pequeño Hans a que
suba a vernos? -preguntó el hijo menor del Molinero? -Si el pobre está en
apuros, le daré la mitad de mis gachas y le enseñaré mis conejitos blancos.
-¡Pero qué tonto eres! -exclamó el Molinero-
Realmente no sé para qué te mando a la escuela, pues la verdad es que no
aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans viniera a casa y viera el fuego tan
hermoso que tenemos y nuestra buena cena y nuestro hermoso barril de vino
tinto, le daría envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz de echar a
perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se eche a perder el carácter de
Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y que no caiga en tentación.
Además, si Hans viniera a casa, podría pedirme prestado un poco de harina, y
eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la harina y otra la amistad, y no hay
que confundirlas. Está claro que son dos palabras diferentes y significan cosas
distintas. Eso lo sabe cualquiera.
-¡Pero qué bien hablas! -dijo la mujer del
Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza tibia-. Estoy medio amodorrada,
como si estuviera en la iglesia.
-Mucha gente obra bien -prosiguió el Molinero-,
pero muy poca habla bien, lo que nos demuestra que es mucho más difícil hablar
que obrar; aunque también es mucho más elegante.
Y se quedó mirando con severidad, por encima de la
mesa, a su hijo pequeño, que se sintió tan avergonzado que bajó la cabeza, se
puso muy colorado y se echó a llorar encima de la merienda. Pero era tan joven
que hay que disculparlo.
-¿Y así acaba el cuento? -preguntó la Rata de Agua.
-Claro que no -contestó el Pirizón- Así es como empieza.
-Pues entonces no está usted al día -le dijo la
Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores empiezan por el final, siguen por el
principio y terminan por el medio. Así es el nuevo método. Se lo oí decir el
otro día a un crítico, que ia paseando alrededor del estanque con un joven.
Hablaba del asunto con todo detalle y estoy segura de que estaba en lo cierto,
porque llevaba gafas azules, y era calvo, y, a cada observación que hacía el
joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le ruego que continúe usted con el cuento.
Me encanta el Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos sentimientos, de
modo que tenemos muchas cosas en común.
-Pues bien -dijo el Pinzón, apoyándose ora en una
patita ora en la otra-, tan pronto como acabó el invierno y las prímulas
comenzaron a abrir sus pálidas estrellas amarillas, el Molinero le dijo a su
mujer que iba a bajar a ver al pequeño Hans.
-¡Ay, qué buen corazón tienes! -le dijo su mujer-.
¡Siempre estás pensando en los demás! No te olvides de llevar la cesta grande
para las flores.
Así que el Molinero sujetó las aspas del molino de
viento con una gruesa cadena de hierro y bajó por la colina con la cesta en su
brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo el Molinero.
-Buenos días -dijo Hans, apoyándose en la pala con
una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Y qué tal has pasado el invierno? -dijo el
Molinero.
-Bueno, la verdad es que eres muy amable al
preguntármelo, muy amable, sí, señor -exclamó Hans. Te diré que lo he pasado
bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y estoy muy contento, y todas mis
flores están hechas una maravilla.
-Hemos hablado muchas veces de ti este invierno,
Hans -dijo el Molinero-, y nos preguntábamos qué tal te iría.
-Qué amables sois -dijo Hans- Y yo que me
temía que me hubierais olvidado.
-Hans, me sorprendes -dijo el Molinero- Los amigos
nunca olvidan. Eso es lo más maravilloso de la amistad, pero me temo que no
seas capaz de entender la poesía de la vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas están
tus prímulas!
-Realmente están preciosas -dijo Hans-; y es una
suerte para mí tener tantas. Voy a llevarlas al mercado y se las venderé a la
hija del alcalde, y con el dinero que me dé compraré otra vez mi carretilla.
-¿Que comprarás de nuevo tu carretilla? ¡No mé irás
a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más tonta!
-La verdad es que no tuve más remedio que hacerlo
dijo Hans. Pasé un invierno muy malo, y no tenía dinero ni para comprar pan.
Así que primero vendí la bolonadura de plata de la chaqueta de los domingos, y
luego vendí la cadena de plata y después la pipa grande, y por último la
carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra vez.
-Hans -le dijo el Molinero-, voy a darte mi
carretilla. No está en muy buen estado, porque le falta un lado y tiene rotos
algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello, voy a dártela. Ya sé que es
una muestra de generosidad por mi parte y que muchísima gente pensará que soy
tonto de remate por desprenderme de ella, pero es que yo no soy como los demás.
Creo que la generosidad es la esencia de la amistad y, además, tengo una
carretilla nueva. De modo que puedes estar tranquilo; te daré mi carretilla.
-Es muy generoso por tu parte -dijo el pequeño
Hans, y su graciosa carita redonda resplandecía de alegría-. La puedo arreglar
fáciImente, pues tengo un tablón en casa:
-¡Un tablón! -exclamó el Molinero- Pues eso es lo
que necesito para arreglar el tejado del granero, que tiene un agujero muy
grande y, si no lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es una suerte que me lo hayas
dicho! Es sorprendente ver cómo una buena acción siempre genera otra. Yo te he
dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una tabla. Por supuesto que la
carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero la auténtica amistad nunca se
fija en cosas como ésas. Anda, haz el favor de traerla enseguida, que quiero
ponerme a arreglar el granero hoy mismo.
-Voy corriendo -exclamó el pequeño Hans.
Y salió disparado hacia el cobertizo y sacó el
tablón a rastras.
-No es una tabla muy grande -dijo el Molinero
mirándola-. Y me temo que, después de que haya arreglado el granero, no sobrará
nada para que arregles la carretilla. Claro que eso no es culpa mía. Bueno, y
ahora que te he regalado la carretilla, estoy seguro de que te gustaría darme a
cambio algunas flores. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla hasta arriba.
-¿Hasta arriba? -dijo el pobre Hans, muy afligido,
porque era una cesta grandísima y sabía que, si la llenaba, no le quedarían
flores para llevar al mercado; y estaba ansioso por recuperar su botonadura de
plata.
-Bueno, en realidad –dijo el Molinero-, como te he
dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte un puñado de flores. Puede
que esté equivocado, pero, para mí, la amistad, la verdadera amistad, ha de
estar libre de cualquier tipo de egoísmo.
-Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo -exclamó el
pequeño Hans , todas las flores de mi jardín están a tu disposición. Prefiero
mucho más ser digno de tu estima que recuperar la botonadura de plata.
Y salió disparado a coger todas sus lindas prímulas
y llenó la cesta del Molinero.
-Adiós, pequeño Hans -le dijo el Molinero, mientras
subía por la colina, con el tablón al hombro y la gran cesta en la mano.
-Adiós -respondió el pequeño Hans.
Y se puso a cavar tan contento, pues estaba
encantado con la carretilla.
Al día siguiente estaba sujetando unas ramas de
madreselva en el porche cuando oyó la voz del Molinero, que le llamaba desde el
camino. Así que saltó de la escalera, cruzó corriendo el jardín y miró por
encima de la tapia.
Allí estaba el Molinero con un gran saco de harina
al hombro.
-Querido Hans -le dijo el Molinero-, ¿te importaría
llevarme este saco de harina al mercado?
-Lo siento mucho -comentó Hans-, pero es que hoy
estoy muy ocupado. Tengo que levantar todas las enredaderas, y regar las flores
y atar la hierba.
-Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy a
regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por tu parte negarte a hacerme
este favor.
-Oh, no digas eso -exclamó el pequeño Hans-. No
querría ser egoísta por nada del mundo.
Y entró corriendo en casa a buscar su gorra y se
fue caminando al pueblo con el gran saco a sus espaldas.
Hacía mucho calor, y la carretera estaba cubierta
de polvo y, antes de llegar al sexto mojón, Hans tuvo que sentarse a descansar.
Sin embargo prosiguió muy animoso su camino, y llegó al mercado. Después de un
rato, vendió el saco de harina a muy buen precio y regresó a casa
inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía tarde, pudiera encontrar a
algún ladrón en el camino.
-Ha sido un día muy duro -se dijo Hans mientras se
metía en la cama- Pero me alegro de no haber dicho que no al Molinero, porque
es mi mejor amigo y, además, me va a dar su carretilla, A la mañana siguiente,
muy temprano, el Molinero bajó a recoger el dinero del saco de harina, pero el
pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía en la cama.
-Válgame, Dios -dijo el Molinero-, qué perezoso
eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla,
podías trabajar con más ganas. La pereza es un pecado muy grave, y no me gusta
que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso. No te parezca mal que te hable
tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría hacerlo si no fuera tu amigo.
Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede decir siempre lo que piensa.
Cualquiera puede decir cosas amables e intentar alabar a los demás; pero un
amigo verdadero siempre dice las cosas desagradables, y no le importa causar
dolor. Es más, si es un verdadero amigo lo prefiere, porque sabe que está obrando
bien.
-Lo siento mucho -dijo el pobre Hans frotándose los
ojos, y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan cansado que quise
quedarme un rato en la cama, escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes que
trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-Bien, me alegro -dijo el Molinero, dándole una
palmadita en la espalda-, porque, tan pronto estés vestido, quiero que subas
conmigo al molino y me arregles el tejado del. granero.
El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a
trabajar en el jardín, porque hacía dos días que no regaba las flores, pero no
quería decir que no al Molinero, que era tan amigo suyo.
-¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si te
dijera que tengo mucho que hacer? preguntó con voz tímida y vergonzosa.
-Bueno, en realidad no creo que sea mucho pedirte,
teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla -le contestó el Molinero-.
Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.
-¡De ninguna manera! -exclamó Hans y, saltando de
la cama, se vistió y subió al granero. Allí trabajó todo el día, y al anochecer
fue el Molinero a ver cómo iba la obra.
-¿Has arreglado ya el agujero del tejado, Hans? -le
preguntó el Molinero con voz alegre.
-Está completamente arreglado -contestó el pequeño
Hans, mientras se bajaba de la escalera.
-¡Ay! No hay trabajo más agradable que el que se
hace por los demás -dijo el Molinero.
-Realmente es un privilegio oírte hablar -respondió
el pequeño Hans, sentándose y enjugándose e! sudor de la frente- Es un gran
privilegio. Lo malo es que yo nunca tendré unas ideas tan bonitas como las
tuyas.
-Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas -dijo
el Molinero- De momento, tienes sólo la práctica de la amistad; algún día
tendrás también la teoría.
-¿De verdad crees que la tendré? -preguntó el
pequeño Hans.
-No tengo la menor duda -contestó el Molinero-.
Pero ahora que ya has arreglado el tejado, deberías ir a casa a descansar,
quiero que mañana me lleves las ovejas al monte.
El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a la
mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le llevó sus ovejas cerca de la
casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó todo el día subir y bajar del
monte y, cuando regresó a casa, estaba tan cansado, que se quedó dormido en una
silla y no se despertó hasta bien entrado el día.
-¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el jardín!»,
se dijo Hans; e inmediatamente se puso a trabajar.
Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no había
manera de dedicarse a las flores, pues siempre aparecía el Molinero a pedirle
que fuera a hacerle algún recado, o que le ayudara en el molino. A veces el
pobre Hans se ponía muy triste, pues temía que sus flores creyeran que se había
olvidado de ellas; pero le consolaba el pensamiento de que el Molinero era su
mejor amigo.
-Además -solía decir- va a darme su carretilla y
eso es un acto de verdadera generosidad.
Así que el pequeño Hans seguía trabajando para el
Molinero, y el Molinero seguía diciendo cosas hermosas sobre la amistad, que
Hans anotaba en un cuadernito para poderlas leer por la noche, pues era un
alumno muy aplicado.
Y sucedió que una noche estaba Hans sentado junto
al hogar, cuando oyó un golpe seco en la puerta. Era una noche muy mala, y el
viento soplaba y rugía alrededor de la casa con tanta fuerza, que al principio
pensó que era sencillamente la tormenta. Pero enseguida se oyó un segundo
golpe, y luego un tercero, más fuerte que los otros.
«Será algún pobre viajero», pensó Hans; y corrió a
abrir la puerta.
Allí estaba el Molinero con un farol en una mano y
un gran bastón en la otra.
-¡Querido Hans! -dijo el Molinero-. Tengo un grave
problema. Mi hijo pequeño se ha caído de la escalera y está herido y voy en
busca del médico. Pero vive tan lejos y está la noche tan mala, que se me acaba
de ocurrir que sería mucho mejor que fueras tú en mi lugar. Ya sabes que voy a
darte la carretilla, así que sería justo que a cambio hicieras algo por mí.
-Faltaría más -exclamó el pequeño Hans-. Considero
un honor que acudas a mí. Ahora mismo me pongo en camino; pero préstame el
farol, pues la noche está tan oscura que tengo miedo de que pueda caerme al
canal.
-Lo siento mucho -le contestó el Molinero-, pero el
farol es nuevo. Sería una gran pérdida, si le pasara algo.
-Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin él
-exclamó el pequeño Hans.
Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro de
lana bien calentito, se enrolló una bufanda al cuello y salió en busca del
médico.
¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan
negra, que el pobre Hans casi no podía ver; y el viento era tan fuerte, que le
costaba trabajo mantenerse en pie. Sin embargo era muy valiente, y después de
haber caminado alrededor de tres horas llegó a casa del médico y llamó a la
puerta.
-¿Quién es? -gritó el médico, asomando la cabeza
por la ventana del dormitorio.
-Soy yo, el pequeño Hans.
-¿Y qué quieres, pequeño Hans?
-El hijo del Molinero se ha caído de una escalera,
y está herido, y el Molinero dice que vaya usted enseguida.
-¡Está bien! -dijo el médico.
Pidió que le llevaran el caballo, las botas y el
farol, bajó las escaleras y salió al trote hacia la casa del Molinero. Y el
pequeño Hans le siguió con dificultad.
Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la lluvia
caía a torrentes y el pobre Hans no veía por dónde iba, ni era capaz de seguir
la marcha del caballo. Al cabo de un rato se perdió y estuvo dando vueltas por
el páramo, que era un lugar muy peligroso, lleno de hoyos muy profundos; y el
pobrecito Hans cayó en uno de ellos y se ahogó. Unos cabreros encontraron su
cuerpo flotando en una charca y se lo llevaron a casa.
Todo el mundo fue al funeral del pequeño Hans,
porque era una persona muy conocida; y allí estaba el Molinero, presidiendo el
duelo.
-Como yo era su mejor amigo, es justo que ocupe el
sitio de honor -dijo el Molinero.
Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre envuelto en
una capa negra muy larga y, de vez en cuando, se limpiaba los ojos con un gran
pañuelo.
-Ha sido una gran pérdida para todos nosotros -dijo
el herrero, cuando hubo terminado el entierro y todos estaban cómodamente
sentados en la taberna, bebiendo ponche y comiendo pasteles.
-Una gran pérdida, al menos para mí -dijo el
Molinero-, porque resulta que le había hecho el favor de regalarle mi
carretilla, y ahora no sé qué hacer con ella. En casa me estorba y está en tal
mal estado, que no creo que me den nada por ella, si quiero venderla. Pero, de
ahora en adelante, tendré mucho cuidado en no volver a regalar nada. Hace uno
un favor y mira cómo te lo pagan.
-¿Y luego qué? -dijo la Rata de agua, después de
una larga pausa.
-Luego, nada. Éste es el final -dijo el Pinzón.
-Pero, ¿qué fue del Molinero? -preguntó la Rata de
Agua.
-Realmente no lo sé, ni me importa, de eso estoy
seguro -contestó el Pinzón.
-Entonces, es evidente que no tiene usted
sentimientos -dijo la Rata de Agua.
-Me temo que no ha comprendido usted la moraleja
del cuento -observó el Pinzón.
-¿La qué? -gritó la Rata de Agua.
-La moraleja.
-¡Quiere decir que ese cuento tenía moraleja!
-Pues sí -dijo el Pinzón.
-¡Bueno! -dijo la Rata de Agua muy
enfadada-Pues debería habérmelo dicho antes de empezar. Y así me habría
ahorrado escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual que el crítico: «¡Psss!»
Aunque aún estoy a tiempo de decírselo.
Y entonces le gritó muy fuerte: -«¡Psss!», hizo un
movimiento brusco con la cola y se metió en su agujero.
-¿Qué le parece a usted la Rata de Agua? -preguntó
la Pata, que llegó chapoteando unos minutos después-. Tiene muy buenas
cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo sentimientos maternales y no puedo
ver a un solterón sin que se me salten las lágrimas.
-Siento mucho haberle molestado -contestó el
Pinzón- El hecho es que le conté un cuento con moraleja.
-Ah, pues eso es siempre muy peligroso-dijo la
Pata.
Y yo estoy de acuerdo con ella.
FIN
Oscar Wilde
16-10-1854 / 30-11-1900
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